LOS DIENTES DEL MONSTRUO
En la última década del siglo XIX vivía en el ex convento de San Francisco el piadoso y célebremente admirado fray Antonio Varela y Bazán, último vestigio de la estancia de los franciscanos en Tehuacán, a quienes se les reconoce como los evangelizadores y creadores de la traza actual de esta ciudad. El padre Varela fue partícipe de innumerables obras piadosas y se le conocía como una persona de preclara inteligencia y devota humildad, pero entre los hechos que más impresión causaban en el ánimo de este pastor figuraba su temor por los incendios.
Fray Antonio tenía su despacho precisamente en el lugar que hoy ocupa la entrada principal al antiguo ex convento, o sea lo que conocemos como el atrio de la iglesia franciscana. Impulsado por su temor a los incendios, y aunque ya tenía diversas cañerías para dotarse del servicio de agua, pensó en mandar a abrir un pozo, de donde obtendría el preciado líquido en mayor abundancia y “para estar preparado en caso de algún siniestro” comentada el fraile con un dejo de preocupación, quien presumió que con una excavación no mayor de cuarenta metros lograría su propósito. Y tras varias consultas con gentes que comúnmente ayudaban a la iglesia puso manos a la obra.
La perforación del pozo había empezado a levantar la capa terrosa y cuando los límites del subsuelo arenoso, se percataron que era demasiado duro, ya que se trataba de la piedra conocida como tepetate, por lo que tuvo que recurrirse a una especie de ademe para continuar con los trabajos. La horadación continuaba, pero el agua no aparecía a pesar de los constantes rezos y ruegos de fray Antonio, quien comprendía que esto se debía al nivel en que se ubicaba el edificio franciscano.
Los albañiles y personas que se habían prestado a ayudar en la obra, después de haber sacado grandes cantidades de arena, recomendaron al sacerdote que la utilizara para construir otros departamentos o reparar a aquellos que estaban en mal estado o casi en ruina. En eso estaban los obreros, cuando una mañana se dieron cuenta de un curioso hallazgo; entre varios restos de huesos fosilizados estaban dos dientes que aparentemente eran molares; tenían como ocho o nueve decímetros de largo y dos de diámetro.
Mucho se discutió en aquel entonces sobre el origen e inducciones científicas a que pudiera dar lugar esa ya para entonces célebre reliquia. De una cosa sí estaban seguros, que su existencia databa de tiempos muy remotos, pero nada en concreto logró saberse en ese momento. Los dientes fueron guardados celosamente por fray Antonio, quien se negaba rotundamente a aceptar que éstos hubiesen pertenecido a algún animal prehistórico y mucho menos a algún monstruo, como ya se había divulgado entre la población.
Los obreros por su parte comentaron con familiares y amigos que en la profundidad del pozo, hasta donde avanzaban los trabajos, al bajar sentían un aire frío que recorría sus cuerpos, para después escuchar con claridad rugidos de fieras y una especie de enormes tumbos precedidos de fuertes temblores. Todas estas extrañas circunstancias provocaron que los albañiles y obreros optaran por renunciar a continuar perforando el pozo, lo cual causó tremenda contrariedad en el fraile franciscano, quien a pesar de haberles explicado que los dientes pudieron haber pertenecido a algún prehistórico, no logró convencerlos para que regresaran a su trabajo.
Fray Antonio Varela hizo este descubrimiento en el año de 1888, y a pesar de haber guardado los molares del presunto monstruo, nunca se supo de su paradero. Posterior a este hecho la gente que pasaba por la iglesia de San Francisco, lo hacía rápidamente, ya que existía el temor de que escucharan al monstruo o fueran atacados por los misteriosos dientes. Finalmente, para acabar con estos temores, se resolvió tapar con una enorme laja de piedra, la cual quedó exactamente de lo que después fue el foro del Teatro Salón Olimpia, que estuvo donde hoy se encuentra el atrio del templo franciscano.
LA ALMOHADA DE LA MUERTA
Las inconcebibles profanaciones y tremendas hecatombes que en nuestras costumbres introdujo la revolución armada que estalló en 1910, se prestaron a la propagación de infinidad de hechos legendarios, unas veces chuscos, otros trágicos, macabros y hasta chocarreros. Uno de ellos sucedió en Tehuacán durante el periodo revolucionario, exactamente en la época en que se encontraban acantonadas las fuerzas revolucionarias comandadas por el general Margarito Puente en El Calvario y sus anexos, que estaban prácticamente abandonadas por su propietario, don Ambrosio del Moral.
Una vez instalados en este místico lugar los soldados se dedicaron a realizar excavaciones a diestra y siniestra con la intención de hallar algún tesoro o alguna timba de gente adinerada que tenía la costumbre de sepultar a sus deudos con sus mejores galas y sus más valiosas joyas. Cuando los soldados encontraban una lápida en las capillas o en los cementerios con esas características, la exhumación se imponía rápidamente, propiciando con esta acción febricitante que muchos restos mortales, que habían sido venerados por sus familiares y por la humanidad, cabalgasen en una vida macabramente chocarrera.
Unos figuraban trágicamente sobre los braceros y cacharros, otros, en fatídico amontonamiento se hallaron junto a las esteras y lechos revolucionarios y hubo otros que arrastrados por las putrefactas carnes prolongaban más su odisea, bien llegando hasta el centro de la ciudad, o bien en los basureros, zanjas y demás muladares de los alrededores.
Entre los restos condenados a esta macabra profanación figuraron los de la señora Dolores Zamacona de Lazurtegui, cuyo ataúd con todo lujo y su forro de zinc empezó a rodar por las escalaras de acceso a El Calvario como un guiñapo que no alcanzó a cubrir su respetabilidad, la tan degenerada piedad humana. Cuentan que, cuando este hecho y los demás se hicieron del conocimiento del general Puente, éste al averiguar los sucesos, un oficial le contestó paladinamente: “Sí mi general, y por más señas yo duermo sobre la almohada de la muerta”
Era una magnífica almohada confeccionada con plumas de gorriones que solícitamente había sido colocada en el ataúd por los deudos de doña Dolores. El caso fue que el soldado que la había robado, después de haberla usado en un par de ocasiones, a la tercera noche se despertó sobresaltado, ya que su cabeza yacía sobre una piedra, en tanto su lujosa almohada había desparecido. Intrigado, pensando que otro soldado se la había escondido, la buscó y grande fue su sorpresa al ver que la almohada estaba nuevamente en el féretro de la señora Zamacona.
El soldado volvió a sustraerla y a la siguiente noche en que plácidamente dormía abrazando la almohada para que nadie se la quitara, fue despertado por un intenso frío que le recorría todo el cuerpo, y cuando se incorporaba se apareció el espectro de doña Dolores reclamándole su almohada y su derecho a descansar en paz. Al día siguiente el general Puente fue informado que su oficial había amanecido muerto con un macabro rictus en su rostro y abrazando una piedra en lugar de la almohada con la que se había acostado.
Otro hecho curioso relacionado con este caso que sucedió en El Calvario tuvo como protagonista a don José Luis Ituarte, residente en la ciudad de México, quien tenía sepultado en una de las capillas de este lugar los restos de su señor padre al cual le tenía una veneración extrema. Tan pronto como supo de la depredación que había hecho la soldadesca en este sitio, de inmediato llegó a esta ciudad y acompañado de don Ambrosio del Moral acudió al lugar donde estaban sepultados los restos de su progenitor, encontrándose que la lápida del sepulcro estaba levantada, pero la profanación no se había realizado a pesar de que el cadáver del señor Ituarte fue inhumado con costosas joyas que aún conservaba. Don José Luis incrédulo, pero feliz regresó a la capital del país con los restos de su padre, en tanto la gente afirmaba que la almohada de la muerta había protegido a los demás cadáveres para evitar que los soldados los ultrajaran