Seamos culpables o no, cuando nos encontramos indefensos y a merced de otros, ansiamos y anhelamos encontrar misericordia: o sea ayuda, apoyo, compasión.
Pero cuando somos agresores –y siempre el agresor juzga que actúa justamente y que es el único o el mejor modo de resolver el problema- en esas circunstancias para nada pensamos en la misericordia, la cual se juzgaría como debilidad.
El mundo actual no nos lleva a cultivar la misericordia; al contrario, nos lleva a ser jueces y ejecutores enérgicos, de modo que la violencia se resuelva con una acción más violenta, o sea con prepotencia.
Pero con estos criterios el mundo va dejando de ser humano y se vuelve salvaje.
Nos enteramos de las noticias: otro linchamiento, ahora en la colonia Aquiles Serdán, del municipio de Chapulco; a un joven le destrozan el cráneo en Cuesta Blanca, del municipio de Palmar de Bravo; en Tehuacán un grupo de personas da una golpiza a otra persona, provocándole fracturas. Por mencionar sólo algunos ejemplos.
El hombre es lobo contra el hombre.
Pero yo –con la Iglesia católica- sigo esperando la misericordia de Dios y pidiendo a Dios que nos decidamos a desterrar la violencia como intento de solución a los problemas.
La misericordia no es debilidad; no quiere decir permitir que el malvado se apodere y adueñe de la situación. La misericordia es amor hecho ternura, compasión, perdón.
Gracias a la misericordia, el agraviado, la víctima, encuentra consuelo y esperanza para seguir viviendo.
Gracias a la misericordia el agresor canaliza adecuadamente su remordimiento y reorienta su vida de manera verdaderamente humana y también divina.
Como seres humanos somos imagen de Dios. Si Dios es por esencia misericordia, estamos llamados a vivir de misericordia: que recibimos y que damos más delante.
La misericordia implica proceso de liberación. Se endereza y fortalece la relación humana.
Dios no se cansa de perdonar, de dar su misericordia. No nos cansemos de pedir perdón y de luchar por enderezar nuestra vida según Dios.